En la VIII Jornada Mundial de los Pobres, el Papa Francisco centró su homilía en dos realidades: angustia y esperanza. «Realidades, -aseguró- que siempre están combatiendo dentro de nuestro corazón».

El pontífice definió la angustia como «ese sentimiento extendido en nuestra época, donde la comunicación social amplifica los problemas y las heridas, haciendo que el mundo sea más inseguro y el futuro más incierto» y explicó que, «si nuestra mirada se limita solo a la narración de los hechos, prevalecerá en nosotros la angustia».

Para ejemplificarlo, indicó que «actualmente vemos el hambre y la carestía que oprimen a muchos hermanos y hermanas; también vemos los horrores de la guerra y las muertes inocentes». Frente a esta dura realidad, el sucesor de Pedro recordó que «corremos el riesgo de hundirnos en el desánimo y dejar pasar inadvertida la presencia de Dios dentro del drama de la historia».

Que la fe cristiana no se reduzca a una «devoción pasiva»
Ante la injusticia que provoca el dolor de los pobres, el obispo de Roma exhortó a no dejarse llevar por la «inercia de aquellos que, por comodidad o por pereza, piensan que ‘el mundo es así’ y ‘no hay nada que yo pueda hacer'». De hecho, -explicó- «si nos dejamos llevar por ese pensamiento, la fe cristiana se reduce a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad».

«Jesús, en medio de ese cuadro apocalíptico, enciende la esperanza», objetó el Papa. «Nos abre completamente el horizonte, alargando nuestra mirada para que aprendamos a acoger, incluso en la precariedad y en el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios que se hace cercano, que no nos abandona, que actúa para nuestra salvación».

En este sentido, recordó que «estamos llamados a leer las situaciones de nuestra historia terrena: ahí donde parece haber solo injusticia, dolor y pobreza, justamente en ese momento dramático, el Señor se acerca para liberarnos de la esclavitud y hacer que la vida resplandezca».